martes, diciembre 18, 2007

Ahora, los bosques dejan ver los árboles


Día a día la Argentina está perdiendo sus bosques y buena parte de la culpa la tiene el festejado boom de la soja. ¿Qué tiene que ver una cosa con otra? Todo. En los últimos veinte años la producción de soja pasó de 2 a 14 millones de hectáreas y no hace falta mucha sagacidad para relacionar esa ganancia territorial con la pérdida de bosques nativos. Comparten la culpa empresarios y grupos económicos –que no dudan en arrasar centenares de kilómetros cuadrados de selvas y montes en pos del beneficio económico– y autoridades provinciales que permiten o desconocen o sencillamente sacan provecho de la situación.
Según los datos preliminares del informe Monitoreo de Bosque Nativo, presentado recientemente por la Dirección de Bosques, dependiente de la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable de la Nación, en el período 2002-2006 la sumatoria de la superficie deforestada solamente en las provincias de Chaco, Córdoba, Formosa, Salta, Santa Fe y Santiago del Estero fue de 1.200.000 hectáreas, contra las 782.000 correspondientes al período 1998-2002. Es decir, la deforestación en dichas zonas –en solo cuatro años– se incrementó aproximadamente un 42%, y la tasa anual de deforestación, un 35%.
Según datos de esa Secretaría, entre 1998 y 2002 las hectáreas de bosque nativo que se perdieron fueron 800.000, pero en los cuatro años siguientes la situación se agravó y la cifra se elevó a 1.100.000 de hectáreas.
Los bosques son el principal sustento de la biodiversidad y del equilibrio ecológico, tienen injerencia en el clima y las variaciones del tiempo, además de evitar la erosión de las cuencas hidrográficas y, consecuentemente, las inundaciones, léase Santa Fe, 2003 o Tartagal, 2006. Para las comunidades rurales son una fuente importantísima de recursos, que las provee de alimentos, madera, arbustos, plantas medicinales, forrajes, fertilizantes y fibras. Además de otros productos naturales con los que muchas personas fabrican artesanías con las que se ganan la vida.
En términos técnicos la deforestación podría definirse como la pérdida de masa forestal. Pérdida que está encuadrada por actividades que incluyen la tala –a veces en forma indiscriminada, a veces controlada–, y el desmonte: una manera de limpiar el terreno arrasando no solo con los árboles del lugar sino también con la flora, la fauna y de paso con las comunidades campesinas que habitan en el lugar, sin que esto sea una figura retórica.
Miguel Pellerano, subsecretario de Planificación y Política Ambiental de la Secretaría de Ambiente, bajo cuya órbita está la Dirección de Bosques, afirma: “Se desmonta principalmente para plantar soja, pero pueden ser otros cultivos. Y se quema porque es la forma más rápida de limpiar la zona. Eso produce peores resultados. Por un lado, en un momento en que todo el mundo está preocupado por el cambio climático, todo ese dióxido de carbono que estaba capturado en el monte se está mandando a la atmósfera. Y por otro se está cocinando el suelo; al cabo de un tiempo no sirve para nada”. Pero no son los únicos factores perjudiciales. Según Pellerano, “en muchos casos las quemas devienen en incendios forestales. O a veces los incendios son intencionales para después hacer negocios con la tierra”.
Claro que la deforestación no es una situación nueva para la humanidad. En los tres últimos siglos el promedio mundial fue de 6.000.000 de hectáreas anuales, concentrándose en el hemisferio Norte durante los siglos XVIII y XIX y trasladándose al sur –en especial a Sudamérica– durante el siglo XX. De la producción maderera como objeto principal de la deforestación se pasó a la producción agrícola y ganadera. En buena medida la producción a gran escala de alimentos a nivel mundial característica de la pujanza de la segunda mitad del siglo XX, se llevó a cabo a costa de centenares de millones de hectáreas de bosques nativos, ya que gran parte de superficies cubiertas antes con árboles de todas las especies se destinó a actividades agrícolas, las cuales raras veces beneficiaron a la población en general sino, por el contrario, solo a minorías con dinero suficiente como para adquirir grandes extensiones de tierras.
“Muchas veces se vende tierra a gente que no tiene ni idea de cómo plantar, que nunca lo ha hecho en su vida –cuenta Pellerano–. No es que sean buenos productores agrícolas sino que hay un circuito inmobiliario que sabe que en este momento un pedazo de monte se compra por dos mangos o hay tierra fiscal muy barata. De alguna manera la titulan, desmontan y te la venden con la promesa de que con la soja te vas a hacer rico en un par de años. La realidad –dice el funcionario– es que mucho de ese terreno es marginal, no soporta varias cosechas. En muchos casos, gran parte de la tierra que se ha perdido, como en algunos lugares del Chaco, termina siendo una zona desertificada”.