“Mi amigo vivía en una villa muy cerca de la cancha. El boludo se mandó una cagada y terminó quedándose con un vuelto”, nos confesaba un taxista porteño, urgido de hacer ese comentario.
“Lo cortaron en pedazos y se los tiraron en la casita que ocupaba la familia”, detalló. “Ahí están totalmente organizados: arrancan en la hoja de coca y te la entregan terminada”, explicó convencido.
“En los pasillos de esa villa tienen cámaras que junan a todos los que andan”, aseguró volviendo a mirarme por el retrovisor.
Me quedé con una angustia que me ayudaba a imaginar que se nos puede partir el país, como pasó en Colombia. El poder de manejo de la mafia (o las mafias, no sé) es aterrador.
Pensé qué podrá pasar. Habrá que enfrentarlos con el ejército. Va a haber sangre, secuestros, desapariciones, como en Colombia. Allá, como en otros lados (en España, según decían en televisión) hay un Estado aparte del legítimo. Tiene sus leyes, sus fuerzas, sus jueces. Todos los drogadictos, de una vez o más tarde, caen en él. Y con ese descomunal plafón de recursos financieros y capacidad corruptiva van pudriendo lo deseable (por lo menos, aquello que se anhela cuando se tiene los hijos o los hermanos de uno y se pretende su seguridad).
¡Cuál será la forma más propicia de combatir y anular ese peligro inminente?
Si la prohibición de consumir drogas se mantiene, quizá ninguna.
Es que prohibir da pie a la corrupción. Todo aquello que se impide genera, a la corta a o a la larga, una vía irregular, ilegítima que busca responder a esa demanda.
¿De qué sirven, si no, las prohibiciones de vender alcohol a menores? ¿O de ejercer la prostitución?
Países típícamente adelantados en los desarrollos democráticos, como Holanda, están barriendo con los impedimentos legales. Porque no llevan a nada. Porque originan negocios turbios para beneficio de los que se burlan de la ley.
La forma más clara de frenar o borrar la perversión de los que medran con lo prohibido es anular esos impedimentos. Que los estupefacientes (o sea, materiales que sirven para estupidizar, según su etimología) se vendan en farmacias o se entreguen gratuitamente en hospitales. Que los borrachos aparezcan a la luz del día y carguen con la vergüenza de sus debilidades. Que quienes estén dispuestos a alquilar cuerpo y alma lo hagan a las claras y de frente. Y sin enriquecer a sus explotadores.
Necesitamos marchar hacia la claridad, demoliendo hipocresías.
¿No será que los que empujan para crear cada vez más prohibiciones y controles son los que están progresando con la vileza de su comercio clandestino?
“Lo cortaron en pedazos y se los tiraron en la casita que ocupaba la familia”, detalló. “Ahí están totalmente organizados: arrancan en la hoja de coca y te la entregan terminada”, explicó convencido.
“En los pasillos de esa villa tienen cámaras que junan a todos los que andan”, aseguró volviendo a mirarme por el retrovisor.
Me quedé con una angustia que me ayudaba a imaginar que se nos puede partir el país, como pasó en Colombia. El poder de manejo de la mafia (o las mafias, no sé) es aterrador.
Pensé qué podrá pasar. Habrá que enfrentarlos con el ejército. Va a haber sangre, secuestros, desapariciones, como en Colombia. Allá, como en otros lados (en España, según decían en televisión) hay un Estado aparte del legítimo. Tiene sus leyes, sus fuerzas, sus jueces. Todos los drogadictos, de una vez o más tarde, caen en él. Y con ese descomunal plafón de recursos financieros y capacidad corruptiva van pudriendo lo deseable (por lo menos, aquello que se anhela cuando se tiene los hijos o los hermanos de uno y se pretende su seguridad).
¡Cuál será la forma más propicia de combatir y anular ese peligro inminente?
Si la prohibición de consumir drogas se mantiene, quizá ninguna.
Es que prohibir da pie a la corrupción. Todo aquello que se impide genera, a la corta a o a la larga, una vía irregular, ilegítima que busca responder a esa demanda.
¿De qué sirven, si no, las prohibiciones de vender alcohol a menores? ¿O de ejercer la prostitución?
Países típícamente adelantados en los desarrollos democráticos, como Holanda, están barriendo con los impedimentos legales. Porque no llevan a nada. Porque originan negocios turbios para beneficio de los que se burlan de la ley.
La forma más clara de frenar o borrar la perversión de los que medran con lo prohibido es anular esos impedimentos. Que los estupefacientes (o sea, materiales que sirven para estupidizar, según su etimología) se vendan en farmacias o se entreguen gratuitamente en hospitales. Que los borrachos aparezcan a la luz del día y carguen con la vergüenza de sus debilidades. Que quienes estén dispuestos a alquilar cuerpo y alma lo hagan a las claras y de frente. Y sin enriquecer a sus explotadores.
Necesitamos marchar hacia la claridad, demoliendo hipocresías.
¿No será que los que empujan para crear cada vez más prohibiciones y controles son los que están progresando con la vileza de su comercio clandestino?
Autor: Julio Raitzin