martes, abril 25, 2006

Allende y los muertos con Vida


Respaldado por su propio, formidable archivo de imágenes, proveniente de sus filmes anteriores, y con entrevistas actuales a los viejos fundadores del Partido Socialista, a los ex dirigentes de la Unidad Popular y a jóvenes trabajadores que no llegaron a vivir aquella época pero la añoran, Patricio Guzmán va tejiendo la trama de la vida de un hombre indisolublemente ligado a su pueblo. Lo singular del film, sin embargo, es que no elige el camino de la biografía convencional, plena de fechas y datos (que hubiera sido el más obvio), ni mucho menos el de la tradicional hagiografía del mártir (que hubiera sido el más fácil).

En Salvador Allende no se trata de construir un San Salvador, sino de ofrecer una mirada personal, subjetiva (de un testigo privilegiado, es cierto) sobre ese hombre tan rico, tan diverso y tan complejo que aun a más de treinta años de su muerte nadie parece poder reducirlo una única definición. Si hasta sus amigos y colaboradores más cercanos se contradicen cuando quieren precisar su praxis política, nutrida tanto del marxismo como de la utopía anarcolibertaria y el republicanismo francés.

El filme ―exhibido fuera de competencia en el Festival de Cannes 2004― se permite incluso el disenso con Allende, desde adentro mismo de sus filas: hay quienes se preguntan si no hubiera sido mejor sacar a las milicias obreras a la calle frente a la inminencia del golpe militar de Pinochet; o qué hubiera sucedido si el presidente, en vez de resistir inútilmente en el Palacio de la Moneda, hubiera formado un gobierno en el exilio. Pero sobre todo, como dice Volodia Teitelbaum, ex senador por la UP y uno de sus más estrechos colaboradores, el filme es “en el momento en que Allende está silenciado en su propia patria, un golpe a la conciencia de Chile”.

En un país que, como dice Guzmán desde su sobria, discreta voz en off, “impuso al dinero y al consumo como único valor”, la figura de Allende ―y, por carácter transitivo, la película toda, pensada con ese fin― viene a sacudir el conformismo de una sociedad con mala conciencia, que le cierra literalmente las puertas a un pasado incómodo. En este sentido, es reveladora la secuencia en la que Guzmán recorre las casas vecinas a la que fuera la residencia presidencial de Allende ―hoy convertida en un hogar de ancianos de la Fuerza Aérea― y va preguntando si alguien fue testigo de su destrucción y su saqueo, para encontrar sólo negativas y portazos en la cara.

Entre el valiosísimo material de archivo que contiene Salvador Allende, se destacan un visionario discurso en la ONU, donde el presidente ya entonces denunciaba la voracidad económica y política de las empresas transnacionales (un discurso que le valió la condena a muerte de los Estados Unidos, como lo reconoce el ex embajador norteamericano en Santiago, Edward Korry) y una toma en su momento famosa: el instante en el que el cameraman argentino Leonardo Henrikssen filma su propia ejecución, cuando un carabinero chileno, en una revuelta previa al golpe, le dispara sin complejos, a sangre fría.

“El suicidio de Allende fue un acto libre”, reflexiona Guzmán en el film, mientras se ve al Palacio de la Moneda en llamas. “No fue romántico ni desesperado, fue un acto realista, que nos indica que la política no debe inclinarse ante lo imposible”. Desde una posición que no ignora la derrota (de un hombre, de un proyecto, de una sociedad), Salvador Allende sin embargo viene ahora a reivindicar ese imposible, como lo hace el poeta Gonzalo Millán en el poema que cierra el filme: levantando a los muertos de sus tumbas hasta devolverles la vida.