sábado, diciembre 17, 2005

Inflación: disfraz de la lucha de poderes






Tras la 2ª. Guerra mundial la inflación se hizo más notoria en Sudamérica.

A medida que los poderes conservadores debían ceder ante las democracias incipientes, las economías se empobrecían. La fortuna hizo cada vez más ricos a los menos.

Los intelectuales de la economía buscaron explicaciones a la inflación. Se habló de descontrol público, de exceso en los consumos populares o del afán de imitar a las sociedades más prósperas.


Pero la inflación no es más que el resultado del desequilibrio que promueven los formadores de precios: los monopolios de la economía.

Comienza, tras la segunda atrocidad internacional, una sucesión de programas y recetas sucesivamente industrialistas y monetaristas. Se afirma entonces un dogma potente: el de la Economía Social de Mercado, que embriaga a los principales estadistas y académicos. Son las propuestas neoliberales.

Al mismo tiempo, se desgarra un Sur hambreado y estéril.

Aquella doctrina, seguida aquí por los Cavallo, los Alsogaray, los Alemann, se instala en el poder constitucional cuando Menem, tras sus dos hiperinflaciones, pacta con el poder conservador (1991).
Milagrosamente, cede la inflación paralelamente a las privatizaciones y el congelamiento del dólar. Esos días ven a D.F. Cavallo honrar a nuestros acreedores con las máximas distinciones nacionales.

La inflación no pasaba de ser el disfraz que oculta de qué modo está repartido el poder.
Ese manto lleva a votar por la reelección en 1995, habiéndose usado el terror inflacionista: “O Menem, o la inflación”.

En un ámbito atestado de denuncias de corrupción, el poder financiero real, el empequeñecedor del Estado, acorrala a la democracia argentina.

Los partidos no escapan del vaciamiento. Se están mostrando como cáscaras sin contenido, comprimidas por las luchas internas. Las urgencias electorales han impedido recrear doctrinas y consolidar dirigencias y militantes. Las internas ahogan a las plataformas.

El poder cierto separa a mandatarios de sus bases, que son sus electores y controladores genuinos.
Por todo, estamos obligados a edificar democracias que sirvan de edificio a los justos repartos de la riqueza. Sin justicia social sólo habrá más concentración.

Los partidos son fundamentales y deben luchar por preservar el bienestar popular. Solamente con democracia habrá legitimidad en las relaciones entre el pueblo y sus dirigentes. Es corrupción el que ese espacio lo ocupen los dueños de los medios de comunicación.

Los países fuertes tienen que entender que todo el sistema mundial está en riesgo: hay que achicar la distancia entre la saciedad y el hambre. Asistir a las naciones débiles servirá a la paz mundial.

Pero hay que entender que las recetas tradicionales no son eficaces. Sólo hay democracia cuando cada voz es un voto: cuando el poder está individualmente repartido.

Por ello, los consumidores tenemos una responsabilidad fundamental. Tenemos que reconstruir las economías. Agruparnos para ocupar espacios irrenunciables. No podemos seguir entregándoles a los empresarios la conducción de las economías. Se seguirá produciendo mucho de lo inservible y continuará mal distribuido lo imprescindible.La organización de los consumidores, cooperativizados, mutualizados, ayudará a corregir los desvaríos de un empresariado entregado a recetas y dádivas externas