Es impracticable y falso en los
actuales escenarios políticos hablar de independencia de los jueces
y legisladores respecto de la presidencia nacional.
La realidad nos muestra que una
autoridad fundada en altísima concentración frente a los
mandatarios federales, que les adjudica recursos según coloratura
partidaria o asociación de momento, es adversa a la democracia.
Una presidencia capaz de elegir y
maniatar a los jueces tampoco conduce a una sociedad equitativa o
justa. Desentenderse de la inflación, asumiendo el fracaso de no
cumplir con un reparto ético y planchar toda iniciativa productiva
(que no vaya de la mano del modelo corruptivo) es jugar para que los
especuladores se enriquezcan ilimitadamente con la divisa menos
prestigiosa en el mundo.
Esta simulación de democracia, llevada
adelante hoy por un proyecto centralista, mezquino y provocador es
seguramente el límite de corrupción al que se puede acceder con las
reglas de juego en vigencia.
Habrá que cambiar las disposiciones
constitucionales. Diputados y senadores no pueden ejercer con
permanencia. Su facultad debe ser netamente asambleística: reunirse
una o dos veces al año, en representación del cuadro de fuerzas
políticas actuantes y volverse a casa después de votar los
proyectos del Ejecutivo o los partidos y juzgar los hechos de los
poderes paralelos: jueces y autoridad ejecutiva. Esto tanto a nivel
de nación como de provincias.
Los jueces no pueden seguir arrogándose
el privilegio de que un poder de semejante significación sea
oportunidad de quienes estudiaron Derecho (y se graduaron bien o
mal). ¿Por qué no puede un intelectual o un artista, o un probado
profesional juzgar la conducta de sus semejantes? La apoyatura
jurídica se la aportarán los sabedores y técnicos pero el criterio
humanista que tiene que primar en un tribunal no merece seguir siendo
atributo de los abogados.
Además y fundamentalmente, las causas
no pueden ser arbitradas por vecinos. Los procesos trascendentes
deben ser sometidos a cortes supranacionales, distantes del cuadro de
factores de poder dominantes en una democracia.
Las municipalidades dejan ver una
insostenible distorsión: los intendentes son los jefes del
Ejecutivo, transformando a los planteles comunales en campos de
cultivo y de caza. Deben ser autoridad máxima los titulares de los
Concejos vecinales, mientras que las secretarías y direcciones del
municipio conformarse con cuadros profesionales de concursada
permanencia.
Por otra parte, tenemos que reconocer
que los verdaderos representantes de la comunidad son los concejales.
Deben poder actuar con la asistencia debida que fundamente sus
decisiones. Si no, están sometidos a las presiones de Ejecutivo
(votando a favor o procurando un espacio de oposición, según sea).
Por último, el llamado “cuarto
poder” (que en un 80% es periodismo oficialista en este tiempo)
tiene que agotarse en la hipocresía de su “independencia”.
Ningún medio podrá serlo mientras dependa de un caudal
publicitario. La manera de conseguir prensa honesta y cabal es
favorecérsela a las agrupaciones políticas. Cada concepto mostrará
una bandera que porte su identidad partidaria y se agotará la
presunta “objetividad” de los grandes de siempre. El PEN (que ya
los tiene, sobradamente) o las legislaturas y los jueces podrán
contar también con sus canales de difusión. Todo el universo
cultural, también.
La ingeniería sobre la que se basa
nuestra realidad política es corrupta e inservible. El País de hoy,
como otros muchos ejemplos del planeta, así lo muestran.