La crisis económica mundial enfrenta a los países más desarrollados con un nuevo desafío político. Ha aumentado el rechazo de la opinión pública por las instituciones democráticas –presidentes, congresos y partidos– y se expanden electoralmente las fuerzas de la extrema derecha. Las finanzas y la especulación procesan y deciden más rápidamente que las instituciones democráticas. Esto exhibe la ineficacia de los dirigentes políticos, provocando su rechazo por la opinión pública.
No olvidemos que en EEUU la reacción a los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 afectó seriamente la calidad democrática, especialmente, en el período de George W. Bush. La limitación de libertades y garantías incluidas en el Acta Patriota y la aceptación creciente de la tortura como práctica en los interrogatorios son algunos síntomas del deterioro de una sociedad que tiende a aceptar concesiones importantes en nombre del “orden y la seguridad”.
¿Quién ha ganado espacio en esta situación? La ultraderecha. En este caso, el Tea Party.
Este movimiento nació con posterioridad a que Obama asumiera el mando con la reiterada consigna: “Obama es un presidente de un solo mandato”. El nombre adoptado hace referencia a un grupo de colonos en Boston, que estuvo en el origen del movimiento independentista con una protesta, a comienzos de la década de 1770, contra los impuestos de la metrópolis británica para gravar el té. El nombre “Tea Party” evoca el espíritu nacionalista, la independencia del poder central y el rechazo a los impuestos. Estos son sus tres pilares doctrinarios.
En estos años, se han producido en Estados Unidos dos movimientos populares similares en la forma y opuestos en los contenidos. Ambos tienen su origen en nuestra idea inicial, la incapacidad del sistema político para resolver las consecuencias sociales de las crisis económicas. El primero, nació como una reacción a los años Bush, emergiendo con fuerza con el derrumbe financiero iniciado en 2007. La respuesta social fue una demanda de cambio profundo que se gestó en los movimientos sociales y se encarnó en la figura de Obama. Tan fuerte fue el proceso que primero venció a los Clinton en la primaria demócrata, luego barrió a los republicanos en la general y colocó al primer presidente negro de Estados Unidos. Ahora, cuando esa apuesta parece desilusionar, el péndulo va para el lado opuesto. Así se expande el segundo movimiento popular, el Tea Party.
Por eso, cuando nos detenemos a discutir el avance de este movimiento estamos pensando en el impacto que puede tener en el sistema internacional.
En Europa, se desenvuelven sucesos similares. Vemos, por un lado, cómo se propagan protestas con una fuerte crítica a las instituciones. Por otro lado, crece también la extrema derecha. Si bien siempre existieron estos movimientos, eran, salvo excepciones, pequeños y marginales en la vida política. Eso ya no es así. En Noruega, país estremecido hace pocos días atrás por la matanza de militantes socialdemócratas, la extrema derecha –el Partido del Progreso– representa la principal fuerza de oposición. Este era un país típico de las llamadas democracias avanzadas de Escandinavia. Casi un modelo para el mundo. En Holanda, la derecha extrema –Partido por la Libertad– llega a casi el 30% del electorado. En Italia, los dirigentes de la Liga del Norte parte de la coalición de gobierno, apoyan abiertamente al responsable de las muertes de Noruega. En Francia, el Frente Nacional es el principal partido obrero del país.
Estos son países que vivieron las experiencias del nazismo y el fascismo. Para ellos, la extrema derecha no es abstracta. Tienen una historia dramáticamente vivida. No es menor que sucedan estas cosas. El problema ya no son sólo ciertos dirigentes, sino las sociedades mismas. Mussolini, como todos sabemos, no nació de un repollo.