Anoche entregaban a Robert de Niro la distinción honorífica de los cronistas extranjeros en Hollywood.
El artista, señalado por su presentador, Matt Damon, como el "más grande actor vivo", recibió el Globo de Oro por su trayectoria como actor, productor y director. Dos Oscar y un Golden Globe anterior han coronado mezquinamente su despliegue.
De Niro agradeció sin leer. Pidió que se recuerden también sus películas comercialmente fallidas (entre ellas, "Frankestein") y apaleó la política imperial del momento. Lo hizo lamentando que hayan sido pocos los cronistas foráneos presentes, porque los que faltaron habían sido seguramente deportados un rato antes.
Su alocución no fue dulce, aunque sí provocó risas y admiración en genios como Tom Hanks, Brad Pitt, Warren Beatty o Steven Spielberg.
Es valioso que artistas e intelectuales expresen su amor o desagrado por la política. Ya se ha pedido desde gargantas ilustres seguir fundamentalmente las antorchas que alzan los creativos. La gestión imperial es cada vez más firme, irrebatible. Una popular senadora norteamericana está peleando por sobrevivir: fue tiroteada por un extremista al que empujaron cavernarios intereses contrarios al progreso popular en la satisfacción de mínimas necesidades de dignidad.