La forma en que se viene desenvolviendo la gestión política es demasiado riesgosa.
En la presidencia se consolidó un modo de hacer de fuerte individualismo, grosero centralismo, con un soporte de recursos financieros comprobables sólo después de la salida de C.S Menem.
E. Duhalde y N.C.Kirchner entendieron que el poder real se sustenta principalmente en la riqueza. Desplegaron aparatos con filosas herramientas orientadas a lo jugos del clientelismo, los juegos de azar y otros et cetera.
Cristina es la más firme candidata a ocupar el sillón de Balcarce 50 desde el 2011. Su ventaja reside en el manejo de grandes masas de dinero volcadas a la obra pública y a la asistencia popular. Los K dieron a imaginar un “modelo” continentalista, consumista y de expansión de la administración pública. Renegociaron lo más obvio de la deuda externa y dejan compensar la inflación a quienes especulan con el dólar (los precios, ajenos a salarios y jubilaciones, aumentan en moneda USA).
El interior está atado a la caprichosa chequera de un ministerio.
La oposición se despliega en un intercambio de figuritas sin saber, poder o querer activar el partidismo político. Obviamente, sofocan todo programa, preparación de dirigentes, comunicación con las bases.
Este escenario de aparente democracia nos lleva apuradamente hacia el abismo.
Esta sociedad no tiene organicidad institucional. Los cuerpos divisables son estériles: cómo negar el descreimiento en los fueros judiciales, en las fuerzas de seguridad, en la marcha de la economía, en el rol sindicalista.
Si por alguna razón, Cristina no fuere candidata el año próximo, la incertidumbre y la angustia general arrancarían pareciéndose mucho a lo del 2001 y 2002.
¿Qué se puede hacer?
Avanzar hacia la institucionalidad democrática. Recomponer el sistema de partidos. Quizá, lo mejor sería declarar monumentos nacionales a todos los existentes hasta hoy y generar una ley que impulse las agrupaciones a nivel municipal. A partir de éllas, regionalizar, provincializar y nacionalizar.
Esos partidos locales podrían encontrar su identidad en intereses comunes a sectores de la comunidad. Las universidades (hoy, graciosamente repartidas por todo el territorio argentino) deberían hallar las urgencias regionales de su incumbencia geográfica e invitar a proponer soluciones y herramientas.
Los dirigentes surgirán naturalmente de cada sector con representatividad legitimada, creible.
Lo doloroso es ponerse a razonar quiénes podrían, hoy, elaborar un proyecto de ley de esa naturaleza y empujarlo.