No sabemos a qué altura estarán las discusiones parlamentarias sobre la cuestión impositiva.
Sí, creemos que las urgencias electorales pueden desvirtuar el tratamiento de temas de fondo. Como el de la reforma tributaria, que preocupa en razón de que engorda la variedad de defectos que multiplican la pésima distribución de riqueza que nos asfixia.
Uno de los gravámenes más pesados a la hora de recaudar es el IVA. Castiga cada gasto, cada compra de pobre o de rico. Se esconde en el precio y probablemente quede a mitad de camino a las arcas públicas por facilidades que se dan a sus agentes de retención. Es que este bendito impuesto forma parte del precio de bienes que en economías recesivas cuesta cada vez más vender. Para el vendedor es parte valiosa de un ingreso al que accede con un mayor esfuerzo en la medida de su tamaño empresario.
Para el comprador es una quita grande a su capacidad de gasto. La situación afecta al volumen de bienes que la economía puede alentar productivamente, sin permitir generar más inversiones y más empleo.
Además, la conciencia estatal de lo que se evade (lo que queda en el camino recaudativo) fuerza a sostener tasas descomunales (de hasta el 17.5% del precio final). Observemos que de cada 100 pesos de venta al público, 17 y medio por ciento se destinarían al IVA; más un 3 a un 6% que se queda la provincia por Ingresos Brutos; más otro 1% que absorbe la municipalidad. Tomando 66 pesos como razonable costo de las mercaderías vendidas por aquellos cien, nos dejan algo así como un 10% para la ganancia del vendedor, más la parte de lo que le será stock no realizado, más alquileres, luz, algún sueldo, gastos financieros, otros impuestos, etc. Es algo, a todas luces, sin sentido.
Por eso las urgencias electorales niegan espacio a estas correcciones. Y la crisis se amplía.
¿No sería más razonable gravar directamente los ingresos de la gente, restando un porcentaje a cada sueldo (siempre que se cobre a través de los bancos, por tarjeta de débito y sea más fácil esa retención)? Así, la quita sería proporcional y permitiría evadir sólo sobre los ingresos no “negreados”.
En cadena, esa recaudación será coparticipada por los otros estamentos oficiales.
Claro que se tendría que entusiasmar a la dirigencia gremial a reclamar (para su propio beneficio) un mayor blanqueo de los salarios.
Y si al Estado no le alcanza con lo que recaude, que empiece a pensar en cómo cumplir bien y más barato lo que debería estar haciendo mejor. Lamentablemente, el cálculo presupuestario arranca en lo que se puede llegar a gastar. No, en lo que convendría llegar a quitar de la economía de mercado para que lo consuma la administración pública.
Los impuestos están desnaturalizados y sólo significan instrumentos para acercar dineros al gobierno. Aquel concepto de que se grava a los que más pueden para asistir a los que necesitan quedó corrupto por la monopolización destructiva de la economía.
Como lo enseña el humanismo económico que pregonamos, hay que mezclar y dar de vuelta. Anteponer las necesidades sociales a los réditos de los poderosos. Los impuestos tienen que servir para recuperar una sociedad equitativa, estable, alentadora y armoniosa.
¿Alguien piensa que, así, se podría llegar a algo bueno?
Autor: Julio Raitzin