Fue un verano caliente en la Capital.
El fantasma de la censura, de manos del fundamentalismo religioso, aleteaba sobre el Centro Cultural Recoleta donde tenía lugar la gran muestra retrospectiva de León Ferrari. En efecto dominó, luego se destrozó la vidriera de una galería de arte, la Fundación Telefónica modificó el rumbo de su programación por uno decididamente light y en Córdoba y otras provincias ocurrieron hechos similares siempre bajo la misma inspiración ¿divina?
Los hechos son conocidos, el mismo fantasma sigue sobrevolando otros ámbitos de la vida nacional, pero lo rescatable y recordable de ese verano caliente fue la decidida respuesta del mundo de la cultura y, en el año de su 25 aniversario, la firmeza con la que la conducción del Centro Cultural Recoleta defendió su condición de un espacio abierto, democrático y pluralista.
Año de centenarios memorables (los de Tuñón y Pugliese, entre otros), el país ofrendó reiterado tributo a la figura excepcional de Antonio Berni. Buceador incansable y renovador de las formas, con Berni nace el arte político en la Argentina. La Manifestación y Desocupados –realizados en los años 30– son iconos insoslayables del siglo XX. Con chatarra y desechos de la “civilización” industrial y una fértil imaginería, en torno de su personaje Juanito Laguna, Berni construyó un símbolo de la Argentina postergada, el de la inmoral brecha entre ricos y pobres.
Más real que nunca, Juanito es un espejo lacerante en el que se mira el doloroso rostro de la gran asignatura pendiente de la Argentina. Entre los múltiples homenajes, se destacó la muestra Correlatos, realizada en el Malba a partir de una excelente propuesta curatorial de la investigadora Adriana Lauría.
Confrontando 50 obras del maestro rosarino con otras tantas de una veintena de artistas que fueron sus contemporáneos, esta exposición mostró que nuestra plástica no tiene en Berni un árbol florecido en tierra yerma, sino una construcción colectiva que ha dibujado el imaginario de los argentinos, desde lo social pero también desde las búsquedas más audaces.
El arte es cada vez más un fenómeno masivo, insertado en distintos estratos de la sociedad. Contribuye a ello, a pesar de las presiones elitistas que quieren arancelar el ingreso a los museos nacionales, la gratuidad de los mismos, o el precio casi simbólico que se abona en los municipales.
Al mismo tiempo, en lo estrictamente estético, la hibridación de los lenguajes propia de la posmodernidad es un reto que recogen muchos artistas que dan a su obra un sentido de crítica social sin confinar su arte en las perimidas recetas de un realismo mal entendido. Es el caso de artistas como el propio Ferrari, Juan Carlos Romero, Adolfo Nigro, Diana Dowek (que este año alcanzó el Primer Premio del Salón Nacional), el Grupo Escombros o los grupos de jóvenes que promueven acciones callejeras, en muchos casos ligados con los organismos de derechos humanos.
El otro dato alentador es la creciente federalización de la actividad artística. Junto con centros legitimados como Buenos Aires, Rosario o Córdoba, la flamante sede del Museo Nacional de Bellas Artes, en Neuquén, o la intensa actividad del Complejo Cultural de Santa Cruz, en Río Gallegos, están diseñando un nuevo mapa estético-cultural. Emergen así insospechados polos creativos en un país que no niega la universalidad del arte, pero que hace de ese instrumento una lupa para indagar en nuestra compleja y a menudo desdibujada identidad nacional.