El 10 de diciembre próximo el mundo verá instaurarse la monarquía en Argentina.
La decisión mayoritaria respaldó el sueño de la Presidenta. El País pasará a ser un reino propiamente dicho: poder absoluto, sin oposición visible.
El PEN controlará a casi todas las provincias a través de los señores feudales recientemente elegidos o reconsagrados. El Congreso se transformará en un dominio de asesores que poblarán lo que se conoce como Senado y como Cámara de Diputados. Ambos cuerpos en residencia muy cercana a la de la monarca.
La reina dispondrá de todos los recursos que optará repartir entre feudos y comunas y se apoyará en organismos judiciales que arbitrarán las situaciones socieles típicas: asesinatos, divorcios, robos, quiebras, fraudes, etc.
Este reinado apunta a su perdurabilidad, dado que será legitimado por la próxima reforma constitucional.
La desaparición de los partidos políticos ha llevado a la instalación de figuras y mutantes que disputarán en la medida de sus chances y sabiduría los dominios feudales, municipales o de las cámaras de la corte.
Será un poder nuevo, en un escenario indeseablemente cambiado, que tendrá los favores de la prensa en la medida en que reparta fondos de propaganda. En su derreedor, un subcontinente americano sacudido por las angustias y la falta de respuesta de las presuntas democracias marcará circunstancias a atender por la reina y su virrey.
Para llegar a este escenario, los manejos monopólicos financieros y productivos debilitaron a la clase media en camino a su agotamiento. Sin democracia económica no hay democracia política. El periodo K ayudó fuertemente a que los bancos pudieran llevar adelante una estrategia de consumismos mediante el manejo de la plata dulce de los jubilados y de la reducción de pagos al exterior.
Hemos elegido someternos a una monarquía graciosa con los capitales de adentro y de afuera, que elevó a su máxima potencia a ciertas figuras sindicales y enjuició a secuestradores y asesinos en decrepitud.
Buena suerte.